lunes, 28 de abril de 2008

A veces llega

Hay días que no te ofrecen nada. Amanece, llega la tarde y luego se esfuma la luz. Son días que pueden pasar dos o tres veces, y siguen siendo iguales a ojos de quien no espera sorprenderse con nada que ofrezca la vida. Esos días normales, cotidianos, rutinarios; que no rompen esquemas, que caminan como los rayos de luz, despacio y sin temor a desaparecer. Son días normales y cualesquiera. Sí, tal vez, pero hoy, en un día normal, el éxito llama a mi puerta. Lo hace despacio y con cautela, como esperando no ser descubierto nunca. Giro la perilla, y lentamento me ciega el sabor de saberte triunfador. Mañana ya no, sino hoy. Hoy...premiado con el 1er lugar en el concurso de periodismo joven de jalisco por una crónica de viaje.

domingo, 20 de abril de 2008

Piezas

La falta de amor mata, y revive también. Faltar en la vida es faltar en el amor. Sin amor la vida no es nada, se vuelve soledad, rencor y tristeza. La falta de amor revive, y mata también. Revive con una tímida sonrisa, y mata al que lo sigue esperando. Mata en primavera, cortando las flores más bellas y dejando viva la mala hierba. El amor revive, lo hace con cada sol que escribe luz en tu ventana; sepulta sonrisas y lágrimas cansadas. Sufres queriendo, y también olvidando. ¿Qué hacer entonces? La falta de amor mata, y revive también. Mata con los ojos vendados y un golpe certero, sin distinguir miradas, corazones ni deseos. La falta de amor mata, porque amar es sufrir, y sufres amando

Memorias de mi ciudad

Lo recuerdo como si fuera ayer. El vuelo seis de Aeroméxico descendía rápidamente hacía lo que sería mi nuevo hogar por dos largos meses: París, Francia. Siempre soñé con visitar ese histórico museo en el que se escondía la Monalisa, y por fin tenía la oportunidad de hacerlo. Con maletas en mano, caminé por uno de los pasillos de aquél inmenso aeropuerto hasta encontrar la salida. Casi puedo sentir ese viento intermitente que entraba cada vez que la puerta corrediza del Charles de Gaulle se abría. Algo raro estaba sucediendo, pues sentía el cuerpo cortado, las manos me pesaban y tenía un terrible dolor de cabeza; la altura, tal vez, pero nada de eso podía compararse con la emoción de estar a trece horas de casa y a punto de vivir una nueva etapa. Con miedo, hice el intento de pedir un taxi. Un hombre encorvado y con abrigo peludo tomó mis dos maletas, y las acomodó en el portaequipajes. Enseguida, el taxista oprimió con cautela el GPS que se encontraba sobre el tablero, al parecer buscando que diera un precio más alto, y emprendió el camino. No me extrañó notar que no había felpa sobre el tablero, así que me dediqué a mirar por la ventana para evitar hablar demasiado con el conductor y revelar la nostalgia que sentía por mi país. Con señas y palabras incompletas, logré explicar el lugar a donde debiera llegar en punto de las 10 am para que respetaran mi reservación. Tras un recorrido de casi dos horas, el chofer se detuvo frente a un edificio de aspecto antiguo y descuidado. En la entrada, una alfombra roja manchada y llena de hoyos indicaba el camino a la recepción. El día era gris, triste y con olor a azufre, así que sin pensarlo más, pagué al chofer los 43 euros más 3 de equipaje que me exigía con el ceño fruncido. Adentro no hacía tanto frío, así que me quité el abrigo azul oscuro que tanto pesaba y pregunté por la reservación a mi nombre. Albert, el recepcionista, me hizo saber que aún no estaba listo el cuarto, y que tomaría alrededor de una hora hasta que pudiera entregarme la llave. No me importó esperar, así que me dediqué a leer las revistas viejas que estaban en el estante de la entrada. Al cabo de un rato, me di cuenta que no tenía sueño ni hambre; tampoco me dolían más las manos, y el dolor de cabeza había desaparecido. Me pareció excelente, y sonreí el doble cuando Albert sacó lentamente una pequeña llave dorada de una vitrina llena de polvo. Una vez en el segundo piso, busqué la habitación que tuviera el número 8, hasta darme cuenta que era la que tenía enfrente. Vi la televisión, el diminuto baño, las cortinas afelpadas color ocre, hasta que mis ojos se desviaron súbitamente hacia la cama. De pronto, sentí una atracción inusual, y me recosté en la cama: pude ver a mis padres, llenándome de abrazos, al sobrecargo dando las instrucciones de seguridad, y al sol ocultarse detrás de las nubes; de pronto, todo se volvió negro. Al día siguiente, me percaté que tenía la misma ropa, e incluso, seguía en París. No era un sueño, y aún quedaban dos largos meses en el viejo continente. Sin pensarlo más, saqué ropa limpia, una toalla, y me bañé. Aproveché el escaso desayuno que incluía mi estancia. Devoré el croissant, el vaso de jugo y el botecito de mermelada. ¡Vaya alimento para comenzar mi primer día! Salí a la calle, y pude notar de nuevo el olor a azufre. El piso estaba mojado y las nubes amenazaban con desprenderse del propio cielo. Caminé sin rumbo hasta encontrar la entrada más cercana al metro parisino. Una vez en el túnel, hice un esfuerzo por descifrar cómo funcionaba. Enojado y sin nadie conocido a quién pedir ayuda, compré un boleto y me subí en el primer vagón que se paró frente a mí. Habiendo pasado más de ocho estaciones con el mapa del metro en mis narices, de pronto pude comprenderlo todo. Me bajé en Louvre-Rivoli y corrí a las escaleras eléctricas: sabía lo que estaba a punto de ver en cuanto saliera. Ahí estaba el Museo del Louvre, con su pirámide de cristal reflejando los rayos del sol y siendo admirada por miles de personas que caminaban por los alrededores. No lo pensé dos veces, y corrí a la taquilla para comprar mi boleto. Curiosamente, la fila avanzaba con rapidez y cuando por fin me pidieron el boleto, me invadió una energía tremenda. Recorrí el museo hasta olvidarme de la hora, impresionado por todo lo que albergaba aquél maravilloso lugar. La pintura fue lo que más me impresionó. Ciertamente, es transportarte a cada época mientras contemplas un fresco diferente. Ya en el hotel, me sentí solo, pero no lo suficiente como para impedirme dormir después de un intenso primer día. A la mañana siguiente, hablé con mis padres. Con la voz entrecortada les dije que los quería, al tiempo que me recordaban cuán importante era inscribirme en mi nueva escuela lo antes posible para evitar quedarme fuera. Nervioso, tomé mi mochila y mis papeles. Salí a la calle, y caminé hasta el metro; ya en el vagón, me quedé dormido. Lo que siguió, hoy lo recuerdo como un largo sueño en el que me inscribí a La Sorbonne, hice mi primera amiga, una londinense de nombre Nicola, presenté mi primer examen, me mudé a una casa con una familia y caminé la ciudad una y otra vez, hasta casi cansarme, pero siempre dispuesto a ver más. Cuando volví a abrir los ojos, París desaparecía, y se hacía cada vez más pequeño. Era el final, pero no un final definitivo: volvería después, estaba seguro, así que me recosté con la cabeza en la ventana, suspiré, y deje escurrir las lágrimas. Afuera amanecía, y yo estaba listo para volver a casa.
  • Crónica para el primer concurso de periodismo joven. Organiza. Agencia Fakto. Guadalajara, Jalisco.

jueves, 17 de abril de 2008

Madrugada

Me arrepiento de escribir, y río. Son esas noches que parecen infinitas, esas que los grillos vuelven un concierto y hacen llegar a mis oídos sordos. Sólo así puedo hacerlo. Solo, en silencio conmigo y para mí. Lápiz, papel y movimiento. Crear para el mundo, también para curar ese ardor de lo que a veces no sale y continúa cautivo. Crear para texturizar una huella pura y sincera, que sienta, viva y vuelva a sentir. Platicarle al papel lo vivido y escuchar su respuesta en tinta oscura. Rasgar la madrugada con un lápiz fecundo de sentimiento, para dormir tranquilo, y en paz.

Páginas

Remolinos de cotidianeidad, absurdos como ese girar cíclico que los lleva de aquí para allá, para regresar al mismo lugar de donde alguna vez se vieron nacer. Ese estar perdido se vuelve tristeza para el alma y adormece el corazón, se convierte en ti para acabarte más rápido. Es como estar varado en un mar ávido en tormenta, con lluvia fría y desgarrante en su caer. Gotas frías y cobardes que destruyen tu mundo y extinguen las ilusiones; una lluvia muda y desganada, cayendo sólo por caer, por mojar y ensombrecer el paisaje de una vida sin cuerpo. Esperas un amanecer que sigue atrapado en la noche y anhelas un camino que puedas andar sin tropiezos, a ciegas. Los días pasan uno tras otro sin nada nuevo; el mismo viento, las mismas caras: todo es igual, pero diferente a ti. Lo de antes se volvió tu presente y ser feliz es una broma de mal gusto. Juegas en un tablero de ajedrez en el que siempre estás y estarás en jaque, cuadrado y sin salida. Blanco o negro, no hay más. Pero la vida esconde más colores, muchos más, se acomodan en el inmenso tablero de los sueños. Puedes escogerlos y pintarle a tu vida el matiz de tus humores, siempre con cuidado, sin salirte de la raya. Es un cuaderno que no se puede borrar ni cambiar por otro. Es uno solo, y está en blanco para ti, para él y para ella también. Cuando lo cierres, asegúrate de hacerlo despacio para no despertar a colores viejos y esclavos de mil historias. Ese no saber quién eres ni a dónde vas, irá apareciendo poco a poco, sólo hay que darle vuelta a la página hasta terminar el libro.


Mejor Sonreír

Me gusta eso de vencer al coraje y pensar en que el enojo es sólo algo del momento. Cada vez que la ira invade todos tus sentidos, la mirada se desvía, la respiración cambia, los latidos, el parpadeo, la tensión en cada parte de tu cuerpo. Enojarse sólo es bueno cuando no queda otra opción. Y siempre quedan opciones. Vivimos en una realidad con límites imaginarios. Somos nosotros los autores de las paredes con las que casualmente nos topamos un día. Desaparecen y reaparecen cuando queremos. Enojarse es cerrarse a la vida y abrirse al monotonismo donde no se vislumbran nuevos horizontes. Es inyectarse una dosis de muerte en camuflaje. Por eso hoy me voy a enojar; con ganas y mucha energía. Hoy me voy a enojar, con una sonrisa.

viernes, 11 de abril de 2008

Un solo México

No podemos negar nuestras raíces, al menos no deberíamos. La continuidad cultural desaparece en la medida en que cada uno de nosotros colocamos en un punto de opacidad nuestros orígenes de lo que fueran nuestros antepasados mesoamericanos: “una de las pocas civilizaciones originales que ha creado la humanidad”. La coexistencia del México imaginario, como lo designa Bonfil Batalla, con el México profundo, representa una endeble línea entre dos posibles futuros. Por un lado, como sostiene el autor, se encuentran una serie de factores negativos que los occidentales, como nos hacemos llamar, hemos descubierto al rechazar y negar nuestras raíces, además de excluir a quienes no sólo las aceptan, sino mantienen una lucha cíclica por ellas; por sus tradiciones y costumbres, su estilo de vida, de organización, estructuración. Así, el autor enfatiza en la invalidez que han dado las pruebas que a lo largo de la historia de México, ha dado la civilización occidental, quienes sólo reconocen a los descendientes indios como un “símbolo de obstáculo y atraso”. El patrimonio cultural de nuestro país debiera ser, precisamente, una fusión entre las dos civilizaciones, en donde se involucren las diferentes características de cada una, para lograr tener un país heterogéneo y plural, algo que sin duda, es el sueño como nación: lograr un proceso de desarrollo, no de sustitución. Es necesaria una reflexión a conciencia que nos haga valorar, aceptar e incluir a las diferentes etnias y grupos sociales de la república, no sólo como crecimiento personal, sino como la posibilidad de consolidarnos como un país unido y estable, que reconoce, valora y respeta su procedencia, sus raíces.

jueves, 10 de abril de 2008

El poder de la palabra

Ser comunicólogo. ¿Y...que $#!&¿ es eso? No lo sabes, simplemente lo eres. Despiertas un día y una adrenalina recorre cada vena de tu cuerpo, cada hueso, cada músculo. Estás enfermo y mucho. Esto no se cura. Una vez que descubres el poder de la palabra, escrita, hablada, la sensibilidad se apodera de tus sentidos: puedes pasar toda una tarde filosofando sobre un atardecer y hasta no dormir por seguir pensando en un corto de la semana pasada. Sentir ese hormigueo al ver una y otra vez la misma foto. Escribir un texto y horrorizarte al ver cómo cobran vida las letras. Es sencillo: ser comunicólogo es dejar que lo simple se vuelva complejo y que lo que para muchos pasa inadvertido, para ti sea único. Los estados de ánimo se vuelven intangibles y la vida encuentra un sabor a veces dulce, a veces amargo, pero siempre ese sabor del saberte vivo. Eres comunicólogo, vívelo

martes, 1 de abril de 2008

De repente

¿No es maravilloso? ¿Vivir? ¿Abrir los ojos, y sentir? Darte cuenta que existes. Ver el cielo y ahogarte en sus soberbios azules, respirar y sentir el picor del pasto, tan verde, tan vivo; suspirar por alguien, o por nada. Saborear la lluvia y darte cuenta que puedes llorar. Ver el ocaso y perderte en sus colores, huir de los problemas, volverte luz. Escuchar una melodía y de cada nota hacer un poema. Reír para ti, entre dientes, a carcajadas, hasta sentirte amado. Ser tú, y no otro. Ver el todo y sentirte incomprendido. Jugar a buscar el camino sobre el que estás parado. Contar las lágrimas caídas, y las sonrisas dadas. Poder tocar, dar un beso, abrazar. Amar y también no hacerlo. Cerrar los ojos, y recordar: soñar despierto. Dormir pensando en el mañana y despertar pensando en el ayer. Ser alguien. ¿No es maravilloso?... ¿Vivir?