domingo, 20 de abril de 2008

Memorias de mi ciudad

Lo recuerdo como si fuera ayer. El vuelo seis de Aeroméxico descendía rápidamente hacía lo que sería mi nuevo hogar por dos largos meses: París, Francia. Siempre soñé con visitar ese histórico museo en el que se escondía la Monalisa, y por fin tenía la oportunidad de hacerlo. Con maletas en mano, caminé por uno de los pasillos de aquél inmenso aeropuerto hasta encontrar la salida. Casi puedo sentir ese viento intermitente que entraba cada vez que la puerta corrediza del Charles de Gaulle se abría. Algo raro estaba sucediendo, pues sentía el cuerpo cortado, las manos me pesaban y tenía un terrible dolor de cabeza; la altura, tal vez, pero nada de eso podía compararse con la emoción de estar a trece horas de casa y a punto de vivir una nueva etapa. Con miedo, hice el intento de pedir un taxi. Un hombre encorvado y con abrigo peludo tomó mis dos maletas, y las acomodó en el portaequipajes. Enseguida, el taxista oprimió con cautela el GPS que se encontraba sobre el tablero, al parecer buscando que diera un precio más alto, y emprendió el camino. No me extrañó notar que no había felpa sobre el tablero, así que me dediqué a mirar por la ventana para evitar hablar demasiado con el conductor y revelar la nostalgia que sentía por mi país. Con señas y palabras incompletas, logré explicar el lugar a donde debiera llegar en punto de las 10 am para que respetaran mi reservación. Tras un recorrido de casi dos horas, el chofer se detuvo frente a un edificio de aspecto antiguo y descuidado. En la entrada, una alfombra roja manchada y llena de hoyos indicaba el camino a la recepción. El día era gris, triste y con olor a azufre, así que sin pensarlo más, pagué al chofer los 43 euros más 3 de equipaje que me exigía con el ceño fruncido. Adentro no hacía tanto frío, así que me quité el abrigo azul oscuro que tanto pesaba y pregunté por la reservación a mi nombre. Albert, el recepcionista, me hizo saber que aún no estaba listo el cuarto, y que tomaría alrededor de una hora hasta que pudiera entregarme la llave. No me importó esperar, así que me dediqué a leer las revistas viejas que estaban en el estante de la entrada. Al cabo de un rato, me di cuenta que no tenía sueño ni hambre; tampoco me dolían más las manos, y el dolor de cabeza había desaparecido. Me pareció excelente, y sonreí el doble cuando Albert sacó lentamente una pequeña llave dorada de una vitrina llena de polvo. Una vez en el segundo piso, busqué la habitación que tuviera el número 8, hasta darme cuenta que era la que tenía enfrente. Vi la televisión, el diminuto baño, las cortinas afelpadas color ocre, hasta que mis ojos se desviaron súbitamente hacia la cama. De pronto, sentí una atracción inusual, y me recosté en la cama: pude ver a mis padres, llenándome de abrazos, al sobrecargo dando las instrucciones de seguridad, y al sol ocultarse detrás de las nubes; de pronto, todo se volvió negro. Al día siguiente, me percaté que tenía la misma ropa, e incluso, seguía en París. No era un sueño, y aún quedaban dos largos meses en el viejo continente. Sin pensarlo más, saqué ropa limpia, una toalla, y me bañé. Aproveché el escaso desayuno que incluía mi estancia. Devoré el croissant, el vaso de jugo y el botecito de mermelada. ¡Vaya alimento para comenzar mi primer día! Salí a la calle, y pude notar de nuevo el olor a azufre. El piso estaba mojado y las nubes amenazaban con desprenderse del propio cielo. Caminé sin rumbo hasta encontrar la entrada más cercana al metro parisino. Una vez en el túnel, hice un esfuerzo por descifrar cómo funcionaba. Enojado y sin nadie conocido a quién pedir ayuda, compré un boleto y me subí en el primer vagón que se paró frente a mí. Habiendo pasado más de ocho estaciones con el mapa del metro en mis narices, de pronto pude comprenderlo todo. Me bajé en Louvre-Rivoli y corrí a las escaleras eléctricas: sabía lo que estaba a punto de ver en cuanto saliera. Ahí estaba el Museo del Louvre, con su pirámide de cristal reflejando los rayos del sol y siendo admirada por miles de personas que caminaban por los alrededores. No lo pensé dos veces, y corrí a la taquilla para comprar mi boleto. Curiosamente, la fila avanzaba con rapidez y cuando por fin me pidieron el boleto, me invadió una energía tremenda. Recorrí el museo hasta olvidarme de la hora, impresionado por todo lo que albergaba aquél maravilloso lugar. La pintura fue lo que más me impresionó. Ciertamente, es transportarte a cada época mientras contemplas un fresco diferente. Ya en el hotel, me sentí solo, pero no lo suficiente como para impedirme dormir después de un intenso primer día. A la mañana siguiente, hablé con mis padres. Con la voz entrecortada les dije que los quería, al tiempo que me recordaban cuán importante era inscribirme en mi nueva escuela lo antes posible para evitar quedarme fuera. Nervioso, tomé mi mochila y mis papeles. Salí a la calle, y caminé hasta el metro; ya en el vagón, me quedé dormido. Lo que siguió, hoy lo recuerdo como un largo sueño en el que me inscribí a La Sorbonne, hice mi primera amiga, una londinense de nombre Nicola, presenté mi primer examen, me mudé a una casa con una familia y caminé la ciudad una y otra vez, hasta casi cansarme, pero siempre dispuesto a ver más. Cuando volví a abrir los ojos, París desaparecía, y se hacía cada vez más pequeño. Era el final, pero no un final definitivo: volvería después, estaba seguro, así que me recosté con la cabeza en la ventana, suspiré, y deje escurrir las lágrimas. Afuera amanecía, y yo estaba listo para volver a casa.
  • Crónica para el primer concurso de periodismo joven. Organiza. Agencia Fakto. Guadalajara, Jalisco.

3 comentarios:

Familia Torres López dijo...

Wow, linda crónica!! Me sentí ahí, viendo a través de tus ojos y respirando el mismo olor a azufre... tendrás éxito seguramente!!

bEtH dijo...

Increible!!!!! Hermosa la crónica, de vdd me transporte, no podía dejar de leer!!!!

Una seducción!! lo que viste y escribiste.

FELICIDADES!! YO VOTO PORQUE GANES TU

bEth

francoscar dijo...

Me parece una excelanete crónica, los hechos son relatados con la presicion y el sentimiento que propones transmitir, o al menos el que yo pienso que propones porque la verdad si me reuslta fácil contemplar la situación en la que te ves incluido en cada renglón , en cada párrafo.
La alegría y la energía que plasmas a tu llegada al museo es relatada con ese dejo de que en realidad fue increible y significativa para ti, pero aun así, me imagino que lo que tu relatas y plasmas no se compara en lo más mínimo con lo que viviste,si la crónica relata algo asombroso, el hecho debió ser algo más que eso, la neta no encuentro el adjetivo adecuado para decirlo en estos momentos, cuando lo encuentre te lo haré saber.
Me gusto el final, como si fuera un sueño. Enhorabuena por este relato y felicidades por el reconocimiento que recibió.