
viernes, 14 de marzo de 2008
Nada

Ajeno

Poesía blanca

Ayer en la noche me asomé por la ventana: un paisaje pintado de blanco mantenía mis ojos perdidos en su brillo. Imponente, única y escandalosa. Luna llena. Suficiente para curar los males de toda enfermedad. Dueña de los ánimos y el sufrimiento. Orquesta de luz, quema el negro y se vuelve cielo nocturno. A los ciegos les devuelve el mundo y a los enamorados una caricia blanca. Lagos y mares se arrodillan y lucen tonos impropios en plata. Dueña del firmamento hasta que las estrellas se rebelan en luz de día. Pareciera que podemos tocarla con sólo estirar la mano, dejarnos llevar y llegar a ella. Jugar y reír hasta volvernos su amiga, y conocer los secretos del mundo. Pero cada noche, una luna diferente se adueña del cielo y lo hace suyo. Y de vida no sabe nada, más que brillar y hacer de la luz una poesía.
Una sola vez

Eterna vigilia

Mi demonio
Es un virus. ¿Por qué cambia? Pareciera que cada minuto adquiere otra forma, otra esencia. Es una espina, enterrada. Tan adentro, que me duele. Desde que mi cuerpo está aquí, lo que antes era mío, ahora me parece ajeno. Ya no es mío. Me mata, pero ¿de quién es ahora? La vida se trata de cambios, vive de ellos, y no siempre llegan en el mejor momento. Y ¿cuál es el mejor momento? A quién le importa: el que sufre, lo hace solo. Y la soledad es un monstruo, un parásito que nos devora en un descuido. ¿Qué tengo? Esto puede no tener cura. No soy de aquí, ni de allá. Soy del viento, de las mareas, de la sequía y el verdor de mi pueblo. Cuando vuelo lejos de mi cabeza, lejos del calabozo de realidad, me vuelvo un ave… y vuelo. Vuelo hacia el sol, buscando desvanecerme con el fulgor del amarillo. Y al caer la noche, me vuelvo la luna. Bella y tosca de frialdad. Una luna que derrite el mar con sus tonos color plata…y se esfuma al nacer el alba. Después vuelvo a ser yo, y sólo yo. Solo y con mi encierro. Es raro que pueda salir, pero una vez afuera todo parece tan limpio, tan puro. Es un hecho: salir no es fácil. Tal vez soy del mundo. Soy una sombra, soy el rocío de la mañana y también las ventiscas del otoño. Soy todo, menos yo. Putas lágrimas, siguen atoradas, y eso duele. Me hierve la sangre de coraje; sólo quiero caer con ellas y evaporarme. Quiero acostarme con el ocaso y esperar no salir al día siguiente. ¿Cuándo llegué a perderme tanto? No encuentro la salida ni la entrada. Calma, sólo estoy perdido…ya vendrá alguien a rescatarme. ¿Y si no vienen? No me asusta mi propio miedo; no quiero pertenecer, sólo ser. Nadie puede verme, y me pierdo en el mutismo de la inexistencia. Cada vez más fuerte, hasta aturdirme. La incomprensión es un virus: nos necesita para vivir y horrorizados le abrimos la puerta. Rápido, más adentro, hasta que somos uno sólo. Entre pálidos rojos, la luz se vuelve opaca, y muere. Ya cuando la noche se pierde en el exceso de negro, la brisa del mar me recoge. La abrazo tan fuerte que no siento mis brazos. Y me voy con ella. Vuelo al horizonte, sin ver atrás de nuevo, y me pierdo con las olas que juegan a hundir los rayos de un sol en agonía.
Tierra y Muerte
Después de haberte conocido, creo que bien podría estar muerto, pero hace frío, no quiero pensar, y los gusanos siguen hurgando dentro de mí procurando no dejar nada.
El domador de letras

Cómo extraño París

Cómo extraño París. Extraño su clima afinado por los rayos de un sol oculto en la distancia. Sus aromas difusos y perdidos; se mezclan con el olor a vida, y reviven. Extraño sus cafés, tendidos en la acera, bañando de elegancia las calles, y sus sabores, al mundo. Sus plazas, llenas de gente, de vida, de París de antes y de ahora. Aquellas que fueron extrañas y hoy son tan mías. Cada jardín, explotando de verde, de júbilo y grandeza. Con las primeras ventiscas de noviembre, el otoño se cae con sus hojas. Una tras otra caen cobijando la ciudad de los sueños; la tapizan en la gama moribunda del amarillo. Y sigue siendo bella. Perdida entre nubes, y acariciando el Champs de Mars, la torre inspira a su gente y saluda a la tierra. Por las noches, la ciudad se tapiza de destellos. Un dorado resplandor matiza las calles, las avenidas, los puentes, las casas. La luz transforma la ciudad; la petrifica de belleza. Extraño el metro, la música decorando cada túnel, el suave taconeo del caminar de las personas. Con la melodía que emana de su perfección, abro los ojos. Lo hago lento, pensando sólo en mi deseo. Y estoy ahí, de nuevo, esperando que sea para siempre. Imagino el Jardin des Tuileries y me dejo llevar por el viento, alto, muy alto, para ver mi ciudad con los ojos del aire. Tan pronto como la nostalgia se derrama en suspiros, los Champs Elyseés se abren con el arco al fondo. Y camino. Sus enfilados árboles me cuentan los secretos más viejos, y entre susurros, se cierran para revelar el triunfo en piedra. Cada paso, y te extraño más, París. A veces siento que no debí dejarte; cuándo volveré a verte, a tocarte, a vivirte. La duda me aleja más de ti y devora lo que queda en mí de tu esencia. El tiempo siempre interfiere; me gustaría matarlo, olvidar que existe, y así, sólo así, podría beber sin miedo tu dulzura. Algunas voces perdidas en el deleite de tu figura, cuentan que cada puente tuyo tiene una historia. Los más viejos, rechinan de olvido. Los más nuevos, mienten con su elegancia. Pero tu pasado esta ahí, impregnado de vivencias, de derroches de amor en besos y caricias. Las aguas que pintan tus venas de un azul pálido de invierno, recorren palpitantes el Sena. En ocasiones, recuerdo el gemido de tu pasado que se oía con el ir y venir de sus aguas. Pasó más tiempo. Cuando la luz se desbarataba en tonos de agonía, sólo faltaba un día para renunciar a ti. Era irreal. Al dejarte, abandonaba en tu retrato la silueta de mi alma. Cuando te vi por última vez, fue desde la suavidad de tu cielo. Mis lágrimas bañaron al Sena de tristeza. Por instantes, creí ver como su color cambiaba; se opacaba absorbiéndote la vida. Ardor de un llanto vacío. Mi único deseo volvía a perderse en el sinsabor de mi conciencia, a resguardarse en las abstracciones del recuerdo y encadenarse a la pena del olvido. Algún día regresaré, París; tarde o temprano. Espero que sea pronto, porque hoy: cómo te extraño, París.
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