viernes, 16 de mayo de 2008

Veneno

En el terciopelo de una tarde, te sigo viendo como la niña que me robo el corazón. ¿Se puede? ¿Se debe? Aún sigue dando vueltas en mi cabeza el acertijo que me roba el sueño, que me hace derramar lágrimas de culpa por el simple hecho de sentirte cerca, de haberte hablado...de haber pecado. Cada día que pasa, mis venas se envenenan del sentimiento de no tenerte, de no verte, de no tocarte; el tiempo pasa lento, a veces simplemente siento que se detiene. Las horas se vuelven en mi contra, me envuelven en mi propia desesperación, me roban el aliento, me hacen pensar que no habrá fin al sufrimiento que parte mi alma en dos, que la desgarra...que la esclaviza con tu ausencia. Camino por la calle y la veo como un mundo al que alguna vez creí pertenecer, del que ahora me siento ajeno, extraño.
Lloro en silencio. Mis lágrimas no hacen mas que curtir sin cuidado la herida que se abrió al dejarte, misma que no sana sin tus besos, sin tus caricias. ¿Pero qué estoy diciendo? ¡Debo dejarte!, correr a donde nunca más puedan mis labios sentir los tuyos, perderme en los rincones del olvido, allá donde mi corazón encuentre cura para esta enfermedad que me llena de desdicha. Suelta mi mano, déjame volar lejos, donde el viento se reencuentra con las hojas caídas del otoño, lejos de tu mirada, lejos de ti. Es un rompecabezas que no tiene derecho ni revés, sólo hay piezas, miles de piezas que carecen de sentido, y sólo aumentan el dolor de aquella despedida en la que te vi llorar por alguien que no lo merecía. Cada día que pasa, mi mano recorre el mismo laberinto sin salida, sin destino ni rumbo y en busca del lugar donde la tuya espera por la mía sin barrera alguna que las separe.
Lo recuerdo como si fuera ayer: sentía cómo tu respiración resbalaba por mi pecho, empapándome con tu amor. Tus ojos fijos en los míos; me veías como si pudieras descifrar aquello que reprimía con el alma encrucijada, atada para no amarte. Estaba oscuro, sentía tu mirada cada vez más cerca...más cerca. El tiempo se congelaba al compás de mi respiración; de pronto, un arrebato de locura me hizo pensar que perdía el conocimiento. Dejé que mis labios hablaran, que te envenenaran del amor que escondía en lo más recóndito de mi alma. Cada segundo, cada instante que permanecí unido a ti por aquél beso, es el que ahora me recuerda el amargo sabor de la distancia que nos separa, que alimenta día con día el sentimiento de volver a decirte lo mucho que te amo y me haces falta. No existe tal vez castigo alguno para el mal que cometí al haberte enredado con un corazón que sangra al no sentir la fuerza de tu mirada, que sólo mantiene su débil palpitar por el hermoso recuerdo de aquella última caricia que hoy se desvanece como el suave perfume de las flores en primavera.
Foto: Guillermo Jáuregui.

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