miércoles, 21 de mayo de 2008

En el estante

Entré y creí saber a dónde iba. Qué ingenuo. Había perdido ya la cuenta de mis pasos, y cada pasillo se volvía más estrecho. Más y más hasta que sólo veía libros. Estoy convencido: están vivos, como las flores y el verde de un jardín; asilo de las letras y su escondite preferido. Dueños de la tinta y esclavos del papel. ¡Cuán indefenso se encuentra el domador en busca de autonomía!, vida de literato y condenado a morir por ellas. En este lugar el eco deshace el silencio y la luz se esconde entre prólogos y finales. Al caer la noche, cada estante se vuelve su casa y el secreto de otra historia; duermen y se sueñan libres para despertar en ojos ajenos. Siempre así, y de vuelta al encierro: qué agonía la suya. Con el tiempo las letras cambian de piel, maduran y reviven a ojos del lector. Cobran fuerza, y amenazan con rebelarse, mas atadas permanecen mientras su dueño aún viva y respire celoso de sus trazos. Poco a poco se oxidan y se tiñen de vejez, se sufren a sí mismas para enfrentarse a sus peores miedos y temores; volver a ser lo que siempre han sido y morirán siendo: desnudos pedazos de alfabeto.

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